Los desplazamientos de personas ha sido una constante en la historia de la humanidad. Moverse para buscar un futuro mejor, ha sido, desde siempre, una de las aspiraciones más fuertes de todos los seres humanos… a veces buscando la supervivencia y, a veces, por el deseo de conocer, crecer o prosperar.

En este sentido, se puede decir que todos somos caminantes, hacia una tierra prometida… hacia ese mundo nuevo que soñamos, donde esté garantizada una vida mas digna para todos. Ya en las cultura bíblica, queda clara constancia de que, para los pueblos nómadas, la travesía del desierto es un enemigo mortal y, por ello, la hospitalidad tiene que ser sagrada.

Los que van de camino, deben protegerse siempre unos a otros, y ofrecerse lo mejor que tienen: la hogaza de pan, el ternero guisado, la leche, la cuajada…

Sin embargo, estamos asistiendo hoy a un fenómeno nuevo, que no tiene comparación con ninguna situación del pasado.

Se trata de un desplazamiento forzado de mas de 60 millones de seres humanos que piden refugio, huyendo del hambre, los conflictos armados, la devastación de sus tierras y el robo sistemático de los recursos naturales de sus países de origen.

Y ante esta situación, lo único que hacen las zonas «ricas y con estabilidad» del planeta, es lo siguiente: En vez de abordar las causas de estos desplazamientos forzados y de buscar la protección de estás personas, se dedican a proteger y a reforzar sus fronteras para dificultarles el paso… lo cual es una actuación criminal.

Todo el mundo sabe que levantando muros no se soluciona el problema de fondo… Hacen falta soluciones políticas globales. Y sobre todo, es necesario hacer un trabajo de abajo hacia arriba, que vaya generando una cultura de la hospitalidad, frente a esta barbarie de la hostilidad.

Porque todos los hombres y mujeres de la tierra llevamos una ley de hospitalidad escrita en nuestros corazones, que es anterior y va más allá, de cualquier ordenamiento jurídico.

La hospitalidad es una experiencia existencial única que nos humaniza y nos engrandece… y que además, requiere reciprocidad: dejar entrar al otro en nuestra casa y entrar nosotros en la suya.

Se trata de ensanchar nuestro corazón, de salir de nuestros intereses propios e inmediatos para dejar espacio en nosotros, a lo que vive el otro, hacerle entrar en nuestra vida e invitarle a formar parte de nuestro propio mundo, reconociendo su dignidad y valorando su diversidad.

La verdadera hospitalidad no consiste solo en abrir la puerta de casa y cuidar los detalles de la mesa… sino propiciar un encuentro, en profundidad: mirarnos a los ojos y aprender a escuchar, dialogar y compartir lo más profundo de nuestra vida y de nuestro ser…

Interesarse por lo que una persona tiene que decir, es la mejor manera de acogerla.
Todo lo cual lleva consigo bastante de gratuidad y de sorpresa… porque, de lo contrario, lo nuestro ya no sería hospitalidad sino hostelería.

Manuel Velázquez Martín.