Una de las cosas que produce más vértigo en la vida actual, es lo impersonal y superficial de nuestras relaciones humanas.

Cada vez corremos más el peligro de convertirnos en números y de que nuestros rasgos personales y nuestro rostro, se vayan desdibujando, a fuerza de meternos en estadísticas… y de que vaya apareciendo el rostro de una masa irresponsable, uniforme y siempre fácil de manejar.

Hay a quién le interesa un colectivo de gente poco profunda, sin rostro y sin voz, solo preocupada por las tendencias y las apariencias… y que se limite a reclamar su derecho a la vulgaridad.

Este tipo de masa hoy mola mucho… y aunque a veces asuste, todos la quieren controlar y manipular … sobre todo:
– las «élites dominantes» que no dejan de emitir sus mensajes interesados…
– los llamados «líderes de opinión» que son los intermediarios que nos dan masticadito lo que debemos de pensar…
– y los «medios» que se encargan de difundir lo que la masa anónima, debe engullir, sin rechistar…

Y esto es muy peligroso pues, cuando nuestra identidad se diluye dentro de la masa, los individuos podemos llegar a hacer cosas que nunca haríamos en solitario.
Sirva de ejemplo el hecho de que, a veces, el anonimato se está convirtiendo en el pasamontañas digital de alguna gente que se dedica en las redes a hacer o a decir cosas inadmisibles.

Frente a esta masificación y anonimato ambiental, hoy quiero subrayar la buena noticia (evangelio) de que NO ESTAMOS HECHOS EN SERIE, SINO EN SERIO … porque para Dios, ningún ser humano es un número o una ficha que se pueda traspapelar o reemplazar por otra… cada uno tiene un rostro y un nombre.

Por eso, valoremos siempre nuestra riqueza humana de sexos, edades, dedicaciones, ideologías, inclinaciones, ideales, aspiraciones… y miles de matices más, que la generalización y el pensamiento único, intenta liquidar.
Cada ser humano es único, irrepetible, necesario…

Esto es lo que significa que Dios llama a cada uno «por su nombre»… y que Dios conoce el nombre de cada uno y «lo lleva tatuado en la palma de su mano»… y, sobre todo en su corazón.

Manuel Velázquez Martín.