Todos padecemos un desenfoque visual y una cierta ceguera que nos lleva a no ver las cosas como son, ni tampoco a las personas, ni a los acontecimientos…
Solemos juzgar a los demás, por las puras apariencias, por su talla, su influencia, su poder… o por los trapos, la bisutería o los demás complementos que llevan encima.
Pero es más, ni siquiera nos vemos, ni nos conocemos bien a nosotros mismos…
Sobre todo, no sabemos lo que somos ni lo que valemos cuando nos sentimos despojados de todo y nos quedamos desnudos… sin más maquillaje ni más andamiaje que nuestro propio aliento.
Y de la misma manera, se nos escapa el sentido profundo de los acontecimientos y de todo aquello que nos está ocurriendo.
Percibimos que nos pasan las cosas y las vemos como algo rutinario, casual o puramente fortuito…
Y es porque hay en nosotros una parte tan desconocida y tan ciega, que ni siquiera se nos ocurre preguntarnos si no habrá alguna llamada, alguna advertencia o alguna finalidad en las cosas que nos ocurren.
Por eso es urgente que descubramos nuestra propias cegueras y no cerremos nuestros ojos a la luz.
El evangelio propone un hermoso signo que nos pone en pista para poder remediar todas estas cegueras.
Hay una inexplicable medicina gratuita que consiste en dejar que impregne nuestros ojos el barro producido por el polvo oscuro del camino y la saliva del eterno caminante, el Jesús de lo imposible.
Y después de tirarse al barro y mancharse, hay que lavarse los ojos para poder ver con más luz y sentido…
Pero no podemos lavarnos en un charco cualquiera, sino en la fuente del Enviado, que es la fuente del agua y del Espíritu.
Por eso, en estos momentos difíciles que estamos atravesando, en que estamos recluidos en nuestras casas, no debemos sentirnos como en una celda de aislamiento, sino caminando hacia nuevas metas de luz y de vida.
Y así, cuando salgamos nuevamente de casa, lo podremos hacer con una nueva mirada… y al ponernos a caminar, lo podremos hacer de otra manera, con otro talante:
más despacio,
más humildes,
más cercanos,
más sensibles,
más humanos…
Manuel Velázquez Martín.