Lo he visto esta mañana en el Templo, erguido e inflado, como un pavo, y con un desprecio profundo a todo lo que no sea él mismo.

No ha venido a encontrarse con Dios, ni con sus hermanos… ha venido más bien a mirarse al espejo y a decirle, mientras contempla su propia imagen, aquello del cuento:
«Espejito, espejito, ¿habrá alguien más bueno y más guapo que yo?»

No ha venido a dar gracias a Dios por los bienes recibidos, sino a pasarle factura y para que tenga en cuenta lo cumplidor y lo maravilloso que es.

Y es que, cuando se mira en el espejo, se ve puro, justo, cumplidor, distinto y siempre superior a los demás… Se ve por, en exclusiva, de la verdad y, por supuesto, con derecho a juzgar, despreciar y condenar a los otros.

Él piensa que ha acudido al templo a rezar, pero está perdiendo el tiempo porque como el núcleo central de sus oración es su propio yo:   «yo ayuno, yo pago, yo cumplo…» pues resulta que no se encuentra ni dialoga con nadie; su oración es un monólogo consigo mismo.

Lo suyo no es un coloquio sino un soliloquio (solo consigo mismo).
Por eso, este hombre, sale del templo lo mismo que entró, sin tener ninguna experiencia religiosa que le justifique.

Y es que su fe no tiene nada que ver con la fe de los creyentes. Podemos decir que no es un creyente, es sencillamente, un creído.

Este tío es además de los que no tienen arreglo pues, siendo como es, no puede dejar de serlo porque está convencido de ser maravilloso. ¿Cómo se puede ser tan hipócrita hasta este extremo de engañarse a sí mismo?

Pues quede claro que gente como esta constituye el más peligroso enemigo que puede encontrar el proyecto de Jesús de Nazaret.

Los enemigos del proyecto de Jesús no son los que no tienen fe, ni los que persiguen a la Iglesia, los verdaderos enemigos son los falsos creyentes, los que con el nombre de Dios en los labios, no tienen misericordia ni se les conmueve el corazón… son los hipócritas que se sienten seguros de sí mismos y desprecian a los demás.

Manuel Velázquez Martín.