Para que un aparato eléctrico funcione, el cable debe estar conectado a la electricidad.
Lo mismo nos pasa a nosotros: nadie es tan perfecto que no necesite conexiones para poder funcionar.

Es más, a veces, hay conexiones tan vitales que sin ellas el ser humano se muere (como el enfermo conectado a la bombona de oxígeno y cuya desconexión solo puede anunciarnos su muerte).

Esto mismo es lo que ocurre con nuestras relaciones personales. Las relaciones humanas y las amistades perviven, si están basadas en profundas y enriquecedoras conexiones.

Por eso es tan necesario y el evangelio insiste tanto, en la necesidad de estar conectados con Dios y con los demás.

Y desde aquí, es desde donde se descubre también, la fuerza y la importancia de la oración… Ya que, si cualquier conexión humana es enriquecedora, cuanto más lo será la conexión con Dios?

Pero es posible que alguien, desde una mentalidad racionalista, se pregunte: y ¿cómo es posible que un ser humano, tan lleno de limitaciones y tan pequeño, se pueda conectar con el infinito? . ¿No puede ocurrir que nos rompamos, lo mismo que se rompe un aparato de poca capacidad, cuando lo conectamos a una corriente de altísimo voltaje?

Y la pregunta es interesante y oportuna…

Por eso también decía Moisés: «¿Quien podrá ver a Dios y no morir?». ( Es lo mismo que si un aparato de 125 lo enchufamos en una corriente de 220 ya que se puede romper, a no ser que le pongamos un transformador).

Por eso, Dios ha querido que nuestra conexión con él se produzca a través del transformador de su Hijo. Es Jesús de Nazaret, el que con su Espíritu, transforma nuestra pobre condición humana… para que toda nuestra casa pueda quedar iluminada y llena de alegría.

De aquí nace la necesidad que se nos plantea de «orar siempre y sin desanimarse».
Se nos propone el ejemplo de una viuda que grita de día y de noche ante un juez inicuo que «ni teme a Dios ni le importa el sufrimiento de la gente» ( esto estamos hartos de verlo todos los días … no es cierto?).

Sin embargo, dice el texto que la insistencia de esta pobre mujer, que convierte toda su vida en un grito reclamando justicia, termina arrancando del juez inicuo aquello que le corresponde.

Pero para que esto se pueda seguir repitiendo… y a los pobres del mundo se les haga justicia, de una vez… hay que tener la misma fe que tenía esta mujer.

Pero, ¿dónde está hoy esa fe?.

Esta es la inquietante pregunta con la que termina el evangelio.

Manuel Velázquez Martín.