Estamos hechos de luz y de sombra.
Somos barro con un aliento divino… Somos carne y espíritu…

Un espíritu que está pronto y una carne que siempre es débil… y de aquí surge esa tensión que nos acompaña siempre y que se pone de manifiesto en la tentación que siempre nos acompaña y nos seduce.

La tentación es ese veneno que se nos mete dentro y que, aunque lo tengamos todo para ser felices, se nos hace creer que nos falta algo.

La tentación es esa trampa que nos incita a morder el fruto envenenado y que nos hace pasar de cuidadores enamorados de un jardín, con toda clase de árboles hermosos de ver y buenos de comer, en depredadores y saqueadores de nuestra propia casa.

Lo teníamos todo, pero nos engañaron haciéndonos creer que nos faltaba algo… y ese «algo» que nos faltaba era, precisamente, llegar a ser dioses. Eso nos dijeron.

Y al endiosarnos, pasamos de custodiar y protegerla vida, a talar, derribar, arrancar, desertizar … y hacer que por nuestra tierra árida empezaran a correr ríos de sangre, consecuencia de tantas hambres, guerras y muertes provocadas.

Y los que pretendíamos ser dioses, aquí estamos ahora, ocultos en la maleza, desnudos y avergonzados de nosotros mismos.

Y aquí seguimos todos… Aquí está la pieza de barro, que somos cada uno, rescatada del lecho del río caudaloso de la vida.

Su textura agrietada y su mirada perdida, es ya una amalgama de piedra, arena, agua raíces y sol… que se fueron pegando a su piel en su rodar por el mundo…

Pero, después de tanta briega, todavía cumple su función de contener el llanto, las emociones, los sentimientos… y recorrer los caminos, contando piedras, haciendo amigos, mirando al cielo o hundiéndose en los abismos de la impotencia o el miedo.

Incluso, a veces, se puede poner en venta, como una baratija en ruinas en el escaparate de cualquier bazar del mundo… y seguro que el precio estará tirado comparado con las sonrisas que se podrían ganar con el agua fresca que sale de sus versos o con las sonrisas de los cantos rodados con los que ha tropezado y que ya forman parte de su propio cuerpo de barro.

Las grietas abiertas en la parte izquierda de su costado nos señalan el lugar donde hubo un corazón, suave y sensible pero fuerte y brillante como la arena del río.

¿Cuánto creéis que puede valer un corazón agrietado que sigue palpitando en medio de la corriente de la vida?

Nada, no vale casi nada… vale lo que puede valer una piedra con rostro humano, desechada en el camino…

Vale lo que vale un sol que brilla en el vertedero o la luz que brilla en el rostro de un pobre del suburbio, como Jesús el Nazareno, puesto a prueba y tentado, como todos, pero gracias al cual, la pretensión absurda de ser dioses, se ha convertido en un don gratuito, para todos.

Manuel Velázquez Martín.