Llegar a conocer y experimentar al Dios de Jesús de Nazaret es la cosa más grande y más maravillosa que nos ha podido ocurrir.
Cuando el inquieto artesano picapedrero veía a sus paisanos salir del templo tristes y aburridos… cansados de tanto sacrificio y tanto rezo y se daba cuenta de que todo ese ritual no servía para cambiar en nada su vida y sus problemas, él sintió una fuerte llamada a convertirse en educador de calle para enseñarles a buscar a Dios por los caminos y a llamarlo PADRE.
Y esto era algo tan sorprendente, que ese día, todo se conmovió y el mundo se puso de fiesta y se llenó de luz y de alegría… fue como si ese día hubiera amanecido dos veces.
Y es que, hasta entonces, los seres humanos se habían inventado dioses tan aburridos como ellos: serios, estirados, indiferentes y lejanos… (acordaros de los dioses de las antiguas mitologías: el dios de la nube, del rayo y del tridente)
Dioses justicieros, vengativos, castigadores… dioses a imagen de sus propios creadores: egoístas, presumidos y pijoteros, que imponían mandamientos a los demás, sin molestarse en cumplirlos.
Dioses vanidosos, como pavos reales de su propia gloria, a los que había que aplacar ofreciéndoles becerros bien cebados…
Por eso, el día en el que Dios Padre de Jesús, decidió ser bastante menos excelentísimo y bajar para sentarse sobre la tierra desnuda para compartir con nosotros la merienda, ese día, empezamos a sentirnos más felices porque Dios ya no era para nosotros una idea abstracta, sino unas manos calientes, una casa grande y un corazón abierto.
Un Dios plural:
– Padre,
– Hermano
– Amigo,
respuesta a todas nuestras búsquedas y única terapia sanadora de las tres grandes heridas que todos llevamos dentro:
– la de la vida,
– la de la muerte
– la del amor.
Manuel Velázquez Martín.