No podemos echar un manto hipócrita sobre las vergüenzas del mundo y dejar las cosas como están.

No podemos callar para evitar conflictos.

Esto es lo que aprendimos de Jesús de Nazaret, el eficiente fogonero que supo atizar el fuego del Espíritu que le empujaba, sin miedo, por los duros caminos de la entrega y le iba llenando
– de pasión por la vida y
– de compasión por todos los que
sufren.

«He venido a prender fuego a la tierra y ojalá estuviera ya ardiendo», nos acaba de decir.

No se trata de un fuego destructor sino de un fuego que

    • seduce,
    • ilumina,
    • quema y
    • purifica…

Quema la escoria y purifica el oro.

Un fuego que a unos los va a unir más, y a otros los va a dividir… pero que a nadie lo va a dejar indiferente.

Estas palabras que parecen tan duras e incluso radicales, reflejan el contexto en que vivían las primeras comunidades a las que su autor, San Lucas, escribe el evangelio.

Cuando aquellos cristianos intentaban vivir su fe con fidelidad y coherencia se originaban divisiones muy serias

    • en sus propias familias y
    • frente a los poderes públicos… cómo perturbadores de la paz social.

Y a la luz de la experiencia de estos primeros siglos, comprendemos que las palabras de Jesús no son una broma.

Y es que nunca ha sido fácil ser cristiano de verdad: ni entonces, ni ahora.

Por eso, aunque todos tenemos una especial habilidad para abrir cortafuegos y para usar extintores, defendiéndonos de la quema, con uñas y dientes, no podemos ahogar este fuego del Espíritu, destinado a destruir tanta mentira, violencia e injusticia… y  transformar nuestra vida y nuestro mundo de una manera radical.

Manuel Velázquez Martín.