En nuestra tierra andaluza, el olivar forma parte de la vida, la cultura y el paisaje.
Ahí ha estado siempre, bien plantado sobre el vientre de la tierra, arraigado en ella, en solitario o en grata compañía con la vid y los almendros que fueron poblando las lomas y barrancos de nuestra amplia geografía.

Y ahí sigue, como claro elemento de continuidad, a través de los múltiples avatares de nuestra historia.

Y es que el olivo, con su cabeza plateada, su torso retorcido y sus miembros vencidos por el peso de la aceituna madura, no es sólo el árbol que produce la más sabrosa y saludable grasa vegetal que hemos conocido, sino que además, es el símbolo de la paz y expresión de las legitimas aspiraciones de todo un pueblo, que quiere vivir dignamente pegado a la tierra.

Pues bien, resulta que todo esto, no significa nada para el neoliberalismo más cruel, que está representado por los intereses de las grandes empresas de compra, distribución y venta del aceite y demás productos del campo… así como por las grandes empresas exportadoras de proyección internacional que son las que marcan los precios de compra a los agricultores y de venta a los consumidores.
Ellos son los que mandan.

Y no es de extrañar. Cosas como estas pasan cuando los intereses del dinero se ponen por encima de la vida y las necesidades de la gente.

De aquí surge este malestar de miles de agricultores y de organizaciones agrarias que salen a la calle a reclamar soluciones ante los muchos y profundos problemas que se viven en el campo.

De aquí nace la protesta, la tractorada, los cortes de carreteras, el griterío con silbatos, cencerros bocinas y motosierras reclamando que se garanticen en nuestros campos vida y jornales dignos y precios justos.

Para lo cual, creo que hay que moverse y emprender acciones conjuntas que tengan la fortaleza del olivo y calen hondo con la suavidad del aceite, en nuestras relaciones comerciales y en toda nuestra vida.

Es necesario salir a la calle y gritar a ver si los mercaderes del mundo, que solo buscan dinero, se enteran de una puñetera vez de una cosa muy importante: «Que no hay nada más sabroso, más sano, e incluso más espiritual, que un chorreón de aceite sobre una rebanada de pan compartido, con hambre, en la mesa familiar

Manuel Velázquez Martín.