A pesar de vivir en este mundo global en el que nos podemos comunicar, al instante, con cualquier persona de cualquier rincón de la tierra, nos sentimos, con frecuencia, prisioneros de nosotros mismos, bloqueados, cerrados a cal y canto ante la vida y los problemas de los demás… e incluso, a la hora de manifestar o de compartir nuestros propios sentimientos.
El hombre sordo y mudo, sanado por Jesús de Nazaret, es una imagen de nosotros mismos, que estando rodeados de múltiples medios de comunicación, padecemos una lamentable situación de aislamiento.
Este personaje simbólico es el prototipo de esta incomunicación profunda, que no solo nos cierra los oídos y la boca, sino que nos bloquea la vida y cierra las puertas de nuestro crecimiento interior.
Pues bien, según el texto del Evangelio, Jesús es la respuesta de Dios a esta incomunicación humana.
Y lo hace actuando de una manera directa y sorprendente:
«Le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua.»
Son gestos íntimos y terapéuticos que no se quedan en el terreno de las simples ideas o del discurso fácil, sino que van directamente a tocar y a sanar la carne herida de la persona.
La Palabra eterna, el Logos, se hace carne para hablar con su cuerpo, con sus dedos y con algo tan íntimo como la propia saliva…
Son gestos entrañables… gestos de cercanía y de humanidad… acompañados de una sola palabra convertida en grito. Una palabra clave, una palabra rehabilitadora pronunciada en arameo, el idioma materno de Jesús:
¡Effeta! = ¡Abrete!
Porque así nos quiere ver Dios:
abiertos a todas las llamadas y al compromiso responsable de nuestras respuestas.
Sin embargo, vivimos rodeados de caparazones o de muros que nos insonorizan por dentro e impiden que llegue hasta nosotros:
– el rumor de Dios,
– el sufrimiento del mundo y
– los gritos de los pobres..
Por eso, aunque el relato del Evangelio, nos sugiere lo difícil que puede ser el salir de este bloqueo en que nos encontramos para abrir, sin miedo, todas nuestras capacidades dormidas, se nos invita hoy a dejarnos limpiar los oídos de los gruesos tapones de cera acumulada y a desatar las trabas de nuestra lengua para poder gritar las palabras encendidas que nos queman en los labios.
Así nos quiere ver Dios:
– con los oídos abiertos para la escucha y
– con la lengua bien suelta para el decidido anuncio de los valores del Reino.
Manuel Velázquez Martín.