En estos días me dispongo a disfrutar, un año más, de la experiencia más conmovedora, más entrañable y más desconcertante, a la vez, que ha traspasado mi vida.
Me dispongo a celebrar la alegre convicción de que por las venas de Dios corre sangre humana y que en nuestro frágil corazón no cesan de resonar los profundos latidos del mismo corazón de Dios.
Sé que alguien me mirará con sorna y me tratará de ingenuo… porque esto es algo que realmente rompe todos los esquemas y no encaja en los fríos razonamientos de muchas cabezas calculadoras …
Y de verdad que lo entiendo, porque a mí también todo esto me sobrepasa.
Yo nunca podía esperar un Dios tan metido en nuestra carne, en nuestra vida, en nuestra historia y haciendo tan suyo todo lo nuestro …
Un Dios mendigo, emigrante, refugiado, arrinconado, silenciado, ignorado, despreciado y proscrito… y además, con la absoluta fragilidad y la dependencia de un niño.
Yo vengo percibiendo, como todos, bastante desolado, el silencio de Dios en un mundo en carne viva…
Pero escucho, sorprendido, como ese silencio se rompe esta noche, a través del llanto de un niño…
Y me doy cuenta de que son las lágrimas y el llanto de un pobre recién nacido la única palabra que Dios tiene ahora para quien la quiera escuchar.
Esto me ayuda a entender por qué mi Dios se ha quedado mudo:
– Porque tiene que aprender a hablar y a balbucir, con nosotros…y como cualquiera de nosotros…
– Porque no puede existir un Dios separado de nosotros…
– Porque nuestro Dios solo puede ser «Emmanuel».
Manuel Velázquez Martín.